Valor, crecimiento y desarrollo: lecciones desde America del Sur para una nueva ecopolitica

En el cuarto y ultimo post de la serie Ecology after capitalism, Eduardo Gudynas escribe sobre las propuestas del Buen Vivir desde America del Sur. Estas no sólo rechazan el crecimiento como fin en sí mismo, sino que se desentienden de la idea de desarrollo en cualquiera de sus expresiones.

Ante la actual crisis ambiental y social son recurrentes los llamados a las alternativas de inspiración socialista. Entre ellas se encuentra el marxismo ecológico de John Bellamy Foster, que analizando el “metabolic rift” propone una economía de estado estacionario. A su vez, Giorgos Kallis, alerta que el socialismo no necesariamente implica una economía de estado estacionario, de donde un “auténtic” socialismo debería orientarse al decrescimiento.

Observando esos debates desde el sur, en mi caso desde América del Sur, inmediatamente surge la relevancia de algunas comparaciones. Es que los recientes ensayos sudamericanos desde la izquierda brindan muchas lecciones sobre elementos centrales a esa polémica. Aquí se examinan solamente algunos de ellos, relacionados con las formas de valoración y las concepciones del desarrollo.

Valoraciones y naturalezas

Las interpretaciones sobre una teoría del valor que parten desde Marx, y su relevancia para las ecologías políticas, están lejos de un consenso, a pesar de los señalamientos de Foster, y también de Burkett. Esto es claro en América del Sur a la luz de los debates sobre ambiente y desarrollo. La mayor parte de los marxismos consideran que únicamente los humanos son sujetos de valor, y sólo ellos asignan valoraciones. El trabajo humano sobre la naturaleza genera valor, asi que el medio ambiente corresponde a un largo conjunto de objectos y procesos sin valor intrinseco.

Esa posición está a su vez asociada a distintos tipos de dualismos entre los humanos y el ambiente. En unos casos eso es muy claro, ya que la “naturaleza” es externa a la sociedad, como Castree indica. En otros casos, aunque se defiende la producción social de la “naturaleza”, como hacen David Harvey o Neil Smith, la dualidad de todos modos persiste entre los humanos y no-humanos, más allá de que se los articule por el capital.

Siguiendo distintos recorridos, estas posturas terminan en alguna versión de asignación de valores dependientes de intereses humanos, enfocadas en los valores de uso y de cambio. El capitalismo lleva eso a extremos en su mercantilización de la “naturaleza” y en la hipertrofia de una economía financiarizada, pero la sombra del utilitarismo también alcanzan a los socialismos que se centran en el valor de uso.

En cambio, en América del Sur existen otras posiciones que han cobrado mucha importancia. Son muy destacas las defensas de una pluralidad de valoraciones sobre lo que el saber occidental definiría como “ambiente”, y que incluye valores estéticos, culturales, religiosos, históricos, ecológicos, etc. Si bien éstos son otorgados por los humanos no están necesariamente ligados a una utilidad, beneficio o necesidad de las personas. Paralelamente, algunos reconocen valores propios en lo no-humano; valores intrínsecos que son independientes de la presencia de humanos para otorgarlos. Este abanico de valoraciones rompe con cualquier pretensión de buscar una comensurabilidad sustantiva, sea por medio de los valores de cambio como por los de uso.

Paralelamente, lo que usualmente se entiende como “sociedad” o “naturaleza” desde los análisis enmarcados en la modernidad, tienen otros significados para algunos actores sudamericanos. En unos casos, el mundo social está ecologizado, y en otros casos, la “naturaleza” es social; las superposiciones son amplias y complejas. Hay posturas donde lo que se entiende por comunidad incluye a los humanos pero también a otros seres no humanos que pueden ser animales, plantas, montañas o incluso espíritus. A su vez, entiendo la modernidad como un proceso global, cogenerado simultáneamente tanto en Europa y el “norte” como en el “sur”, siguiendo por ejemplo a Wallerstein y a la perspectiva de la colonialidade.

En el caso sudamericano, esas ideas sobre la “naturaleza” siempre tienen un acento local o regional, con claras referencias a la tierra, con sus paisajes, plantes y animales, como demonstran los aportes de Montenegro. Esa vinculación con una ecología viva es rara en los ecosocialismos ya que sus debates terminan en altos niveles de abstracción y en escalas planetarias, con una clara predilección por temas como el cambio climático, donde varios artículos de Foster son un ejemplo.

Todas estas no son expresiones folklóricas ni rarezas antropológicas, sino que son defendidas por distintos actores sociales que cuestionan al desarrollo capitalista y con importante poder de movilización. Esas posiciones alcanzaron su mayor efecto político a mediados de los años 2000, asegurando el reconocimiento de los derechos de la “naturaleza” en la Constitución de Ecuador, aprobada en 2008, y en intentos similares en Bolivia.

En esas dinámicas políticas se cuestionaba duramente la exageración de los valores de cambio y el utilitarismo del capitalismo, y el crecimiento perpetuo como meta, y en ello hay distintos puntos de encuentro con críticas como las de Foster, James O’Connor, Elmar Altvater o David Harvey para citar algunos. Pero también hay diferencias sustanciales, ya que se parte de una diversidad de valoraciones humanas y de aceptar valores propios en la Naturaleza, y en una incomensurabilidad entre los distintos valores pero también en las concepciones sobre “sociedad” o “comunidad”, o “ambiente y “naturaleza”, por ejemplo.

Esos nuevos abordajes sobre temas ambientales estuvieron presentes en los importantes cambios políticos conocidos como el “giro a la izquierda” desde el inicio de los 2000s. Como resultado de distintas luchas políticas y apoyos ciudadanos se instalaron gobiernos que rechazaban los reduccionismos de mercado y criticaban duramente los capitalismos neoliberales, los casos de Argentina, Brasil, Venezuela y Uruguay, y en algunos además había un fuerte componente ambientales, Bolivia y Ecuador, como se indicó arriba.

Más allá de su diversidad, esos gobiernos se auto-identificaban como “socialistas del siglo XXI”, “nacional populares”, “socialismo comunitario”, “protosocialistas”, etc. Se podría asumir que esas variedades de socialismos intentarían otros tipos de desarrollo, con una desconexión de la meta del crecimiento y aminorando sus impactos ambientales o los conflictos con comunidades, especialmente campesinos o indígenas. O que al menos, las invocaciones al socialismo permitirían ensayar los primeros pasos hacia la primera revolución ecodemocrática liderada por el estado como propone Foster.

Sin embargo, eso no ocurrió. Con el paso del tiempo, esos gobiernos abandonaron los programas de izquierda original y se convirtieron en lo que hoy se conoce como “progresismo”. Esta postura, entre otros elementos, defiende unas ideas sobre el desarrollo basadas en el crecimiento económico, y esa meta estaría por encima de los impactos sociales, territoriales y ambientales. Se busca asegurar el aumento tanto del consumo, como los indicadores económicos agregados, tales como el Producto Interno Bruto (PIB). Por ejemplo, en el “nuevo modelo económico, social, comunitario y productivo” de Bolivia, se afirma que el Estado debe promover el crecimiento económico y que esto sirve para una transición a un modo de producción socialista.

Esto hace que para el caso del progresismo sudamericano la advertencia de Kallis es acertada, ya que los entendimientos tradicionales de esos nuevos socialismos no aseguran una economía de estado estacionario, ni que necesariamente se reduzca la transformación de la “naturaleza”.

Es más, los progresismos buscaron activamente el crecimiento económico, y lo alimentaron por medio de una expansiva apropiación de los extractivismos, explotaciones mineras y petroleras, y monocultivos, y por ello se multiplicaron los impactos. Se aprovecharon condiciones externas, como los altos precios y demanda de las mercancias, e internas, como la estabilidad macroeconómica, ampliación del consumo, etc., aunque con ello se fortaleció un papel subordinado del continente como proveedor de recursos naturales a la globalización.

A los efectos del presente comentario, es importante notar al menos tres características en esta situación reciente. La primera es que en países como Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, ese “desarollismo extractivista” era explicado bajo distintas versiones de economías heterodoxas que rechazaban algunos componentes de la economía neoclásica y usaban argumentos propios del socialismo en general y del marxismo en particular. Pero todos ellos defendían el crecimiento económico, la atracción de inversiones y el aumento de exportaciones. La búsqueda de crecimiento implicó enfocarse en los valores de cambio y de uso, y por lo tanto se violaron los derechos de la “naturaleza”. El desarrollo es crecer y el ambiente es concebido como una canasta de recursos para alimentar el crecimiento.

La segunda es que en todos los gobiernos progresistas, esos extractivismos fueron justificados como indispensables para poder obtener los dineros para los programas de reducción de la pobreza. Ese sería un objetivo con las mayorías, y por ello se deberían tolerar los impactos ambientales y sociales, ya que usualmente afectaban solamente a comunidades locales, o sea, las minorías. Se generaron extraños debates con llamados a la justicia social, varias veces bajo un discurso socialista, pero que a la vez rechazaban los contenidos de las justicias ambiental y ecológica. Por ejemplo, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, para justificar la apertura de la explotación petrolera en la región de Yasuní sostuvo que los derechos de la “naturaleza” de su propia constitución eran “derechos supuestos”. Por otro lado, aunque el espacio no permite discutir el asunto en detalle, ahora se cuentan con estudios independientes que muestran que no necesariamente se cumplían esos pretendidos “trade-offs” entre los extractivismos y la reducción de la pobreza.

El tercer punto es reconocer que esos desarrollos heterodoxos sudamericanos, incluyendo los socialismos del siglo XXI, son distintos a estrategias de inspiración neoliberal, pero terminan defendiendo al desarrollo de todos modos. Tanto las administraciones como muchos intelectuales sostienen que el problema no es el desarrollo sino el capitalismo, y por lo tanto se podría instalar un desarrollo “mejor”, más benévolo, de tipo socialista. Pero en esas tareas terminaron fortaleciendo los componentes centrales de la idea de “desarrollo” y entre ellos los del crecimiento o el utilitarismo.

Todo esto muestra que en los casos concretos sudamericanos estamos ante una autolimitación de buscar alternativas pero dentro del desarrollo, o sea al interior de una concepción propia de la modernidad. El marxismo ecológico de Foster con su llamado a un desarollo equitativo y sostenible es un ejemplo, ya que critica al capitalismo pero busca construir otro tipo de desarrollo, también dentro de la modernidad.

Se puede discutir si los gobiernos progresistas sudamericanos eran realmente fieles a un socialismo, de manera similar a cómo se han discutido los socialismos reales. También reconozco que Foster en sus textos deja muy en claro su rechazo a la obsesión con el crecimiento y apunta a una economía de estado estacionario. Pero eso no afecta el señalamiento de muy amplios sectores que en América del Sur, se basan en distintas versiones del socialismo y marxismo, defienden el crecimiento, el desarrollo y con ello unas formas de valoración muy acotadas.

Más allá de la idea de desarrollo

Frente a la obsesión con el desarrollo y el crecimiento, hay un conjunto de críticas de activistas sociales y políticos sudamericanos en defensa de la “naturaleza” y de la justicia social que demandan una ruptura con el concepto de desarrollo en todas sus expresiones. Entre ellas, en el caso sudamericano se destacan las propuestas del Buen Vivir.

En sus formulaciones originales, lanzadas desde Bolivia y Ecuador, el Buen Vivir no sólo rechaza el crecimiento como fin en sí mismo, sino que se desentiende de la idea de desarrollo en cualquiera de sus expresiones. No busca sumarse a la linealidad de una historia occidental, acepta la pluralidad de valoraciones y reconoce los valores intrínsecos en la “naturaleza”. Por lo tanto las perspectivas sobre los valores son muy distintas a las de la modernidad, y con ello la dualidad entre sociedad y ambiente se disuelve en distintas relacionalidades. Es además una postura intercultural que resulta de una articulación entre algunos componentes propios de saberes indígenas con ideas críticas a la modernidad. Es una categoría que también alcanzó status constitucional en Bolivia y Ecuador, y hoy es apoyada por diversos movimientos sociales.

Estaba claro que la perspectiva del Buen Vivir obligaba a las administraciones progresistas a iniciar transiciones de salida de los desarrollos contemporáneos, reduciendo, por ejemplo, los extractivismos. Sin embargo, esos gobiernos optaron por profundizar sus estrategias desarrollistas basadas en la masiva apropiación de recursos naturales, como se explicó arriba. Aunque no han sido administraciones conservadoras o neoliberales, su adhesión a ese núcleo básico terminó en intentos de organizar de otra manera la búsqueda del crecimiento y la distribución dela plus-valia, generando todo tipo de contradicciones y conflictos en el campo de las justicias sociales, ambientales y ecológicas.

La obsesión con el crecimiento y un desarrollismo con altos impactos sociales y ambientales generó todo tipo de críticas desde el Buen Vivir. Ante ellas, los gobiernos progresistas, junto a militantes políticos y varios académicos del sur y del norte, lanzaron una ofensiva teórica para redefinir el Buen Vivir como una variedad de socialismo, y por lo tanto que fuera funcional al desarrollo y al crecimiento. En otras palabras, desde algunos de los socialismos del siglo XXI, la adhesión al crecimiento y el desarrollo era tan poderosa que se volvieron inaceptables las valoraciones múltiples del ambiente y los derechos de la “naturaleza”.

Esto desembocó en que, por ejemplo, el presidente de Ecuador, Rafael Correa se preguntara dónde en el Manifiesto Comunista o en el socialismo se rechaza a la minería, para de esa manera defender su extractivismo frente a los ambientalistas. El vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera repetidamente defiende los extractivismos minero y petrolero en tierras indígenas y campesinas y en áreas de alta biodiversidad, siempre invocando a Marx y Lenin. La más reciente ha sido su defensa de la inversión extranjera y los extractivismos invocando a las ideas de hermandad universal de Marx y de tecnología de Lenin. Surgen así posiciones como las del biosocialismo del Buen Vivir (Ecuador) o del “desarrollo integral” para el Buen Vivir (Bolivia), como escriben Ramírez y LeQuang.

Es así que los progresismos gobernantes, así como sus bases de apoyo, optaron por alinearse con un desarollismo pro-crescimiento. Esa postura fue apoyada por muchos intelectuales, los que generaron argumentos teóricos para explicar esa posición. Sólo unos pocos actores políticos están revisando esas posiciones. Por ejemplo, ante los impactos de la minería en Argentina, el Partido de los Trabajadores Socialistas, de inspiración trotskista, comenzó a abandonar la vieja postura que entendía que la única solución era el control obrero sobre el extractivismo, para reconocer que eso no resuelve los problemas de los impactos sociales y ambientales, donde la alternativa está en salir del extractivismo.

Se podría argumentar que todos esos problemas están restringidos a las prácticas políticas, y que no reflejan las propuestas teóricas del ecosocialismo. Si se toman como ejemplo los aportes de James O’Connor o Michael Lowy, posiblemente los autores más influyentes en América Latina, es muy claro que entienden que el ecosocialismo es sobre todo una subordinación del valor de cambio al valor de uso, y una reorganización de la producción en función de las necesidades humanas y la protección de la “naturaleza”.

No existe por lo tanto una teoría del valor que rompa con el utilitarismo o el antropocentrismo. Sin duda critican los excesos desarrollistas, pero su cuestionamiento es sobre todo contra el capitalismo, y desde allí se abren las puertas a visualizar otros desarrollos alternativos, ejemplificando otra debilidad teórica, ya que “desarrollo” y “capitalismo” no son exactamente lo mismo. Mi punto es que son justamente esas debilidades las que permiten la deriva hacia las prácticas políticas del desarrollismo.

Este tipo de debates tiene una intensidad enorme en varios países, involucrando a muchos protagonistas, y que pueden generar presiones tan potentes que deben ser contestados por los propios presidentes o vicepresidentes. La defensa del Buen Vivir sin duda está en el espíritu de la izquierda, ya que son reclamos desde la justicia social, ambiental y ecológica. Es más, muchas de sus componentes son similares a los cuestionamientos de Foster ante el desarrollo capitalista. A pesar de eso, los actores gubernamentales progresistas lo califican como una izquierda infantil, en clara alusión a Lenin, o una izquierda en dieta, en palabras del vicepresidente de Bolivia. Sin embargo, esos mismos cuestionamientos ambientales en los países bajo gobiernos conservadores, como Colombia o Perú, son denunciados como “izquierda radical” o “comunismo”.

Es que el Buen Vivir, en su sentido original, es una nueva expresión que se nutrió desde la izquierda occidental pero apunta a romper el cerco de la modernidad. Es por ello una alternativa post-capitalista y post-socialista.

Alternativas desde la izquierda

Este breve y esquemático repaso a algunos procesos sudamericanos muestran que los intentos de generar un socialismo del siglo XXI, que en su inicio incluso tuvo fuertes componentes ambientales, no han logrado romper con la adhesión al crecimiento, al desarrollo, y las valoraciones utilitaristas. Los debates sobre qué son y cómo se asignan valores atraviesan todas esas cuestiones.

Las posiciones de los progresismos, incluyendo los teóricos del socialismo del siglo XXI, consideran que puede generarse una variedad de desarrollo no capitalista y más justa. Se acercan, en ese sentido a las propuestas de Foster de un desarrollo que sea “equitativo”, “humano” and “sostenible”. Pero tanto en la teoría como en la práctica, esa adhesión al desarrollo los hace caer nuevamente en un desarrollismo alineado al crecimiento, y por ello anti-ambiental. En la práctica concreta es imposible que un desarrollo de cualquier tipo sea a la vez equitativo y sostenible, humano and ecologico, todo al mismo tiempo. El Buen Vivir critica precisamente esa perspectiva, y por ello hay más coincidencias con cuestionamientos similares desde el decrescimiento.

Esos acercamientos en parte se deben a que el decrescimiento es un conjunto de propuestas más difuso. De todos modos, desde una lectura sudamericana enfocada en las cuestiones discutidas en este texto, se debe reconocer que el decrescimiento también sufre por carecer una teoría del valor, y no toma como asuntos centrales cuestiones tales como el dualismo sociedad-naturaleza o la interculturalidad. En eso se aparta sustancialmente del Buen Vivir en su sentido original.

Tres distintos abordajes del decrecimiento ilustran estos problemas. Por ejemplo, con un fuerte énfasis académico, la reciente revisión de Demaria y otros, entiende que el decrescimiento es un “movimiento social” que integra diversos cuestionamientos al mito del crecimiento, pero no rescatan ninguna discusión sobre valores ni sobre una ética alternativa, a pesar que esa revisión está publicada en la revista academica Environmental Values. Entre las fuentes del decrescimiento está por ejemplo la justicia, pero no se analiza cuáles son los cambios en las valoraciones para promover una alternativa en ese sentido.

Desde otra mirada, con una relación más directa con organizaciones ciudadanas de base, el cientista político español Carlos Taibo defiende una “reducción económica”, pero cuando se refiere a los valores, lo que en realidad defiende es un cambio moral, invocando la sobriedad, sencillez, etc. Cita por ejemplo al Buen Vivir, pero tampoco hay un análisis sobre los valores, y se mantiene apenas en una consideración sobre los bienes comunes.

Finalmente, en el muy conocido Sergei Latouche es muy claro que el decrecimiento es sobre todo una crítica radical al crecimiento ilimitado, pero de una manera similar a las otras corrientes no hay una teoría del valor. En sus alternativas de las ocho R, tales como reusar, redistribuir, etc., la revaloración se acerca a considerar las valoraciones. Latouche reconoce la pluralidad de cosmovisiones sobre la sociedad y la naturaleza, e incluso menciona a los derechos de la “naturaleza”, pero enseguida rechaza lo que califica como una sacralización animista. Es que acento sigue puesto sobre todo en promover otra moral, basada por ejemplo en verdad, altruismo, justicia, etc..

En el decrecimiento prevalece una discusión sobre morales alternativas, mientras que la perspectiva del Buen Vivir es muy distinta ya que uno de sus puntos de partida es una concepción del valor que no anula pero sí desplaza la centralidad de los humanos. Esas otras prácticas y sensibilidades de valoración generan otros mandatos morales, otras políticas públicas, otros entendimientos sobre la justicia, etc. Por ello, el Buen Vivir no está en contra del decrescimiento, sino que éste sería una consecuencia, y que es sobre todo aplicable a algunos sectores sociales.

La experiencia sudamericana muestra que las alternativas de salida a las crisis actuales no son posibles por la derecha política, sino que deben transitar hacia la izquierda, dados los compromisos con la justicia. Pero no basta hacerlo en el sentido tradicional, ya que las alternativas al desarrollo no pueden centrarse solamente en desmontar la primacía del valor de cambio para fortalecer el valor de uso, como postula buena parte del ecosocialismo. Esto genera limitaciones de todo tipo, y muchas de ellas son las que permiten la permanencia del crecimiento.

La incorporación de las justicias social y ambiental requiere cambiar las perspectivas de valoración, romper con el mito de un desarrollo posible, y a la vez modificar nuestros entendimientos sobre la sociedad y la “naturaleza”. Justamente por todo esto, una izquierda del siglo XXI debe también quebrar el cerco de la modernidad occidental.

* Eduardo Gudynas es secretario ejecutivo del Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES), en Montevideo, Uruguay, actividad que combina con la docencia en numerosas universidades latinoamericanas, europeas y estadounidenses. Es autor de más de diez libros y numerosos artículos académicos y capítulos en libros.

 

Tema de investigación: 
Desarrollo y medio ambiente